jueves, marzo 19, 2009

Hay muchas formas de ser víctimas de la violencia. Aquí estoy sentado en la sala 1 de una funeraria de mi la ciudad en la que vivo, fría como todas, iluminada con una luz tenue amarilla que intenta hacerla confortable. En el centro el ataúd morado y dentro una señora de 94 años, a cuya edad me imagino creyó morir de vieja en su cama, alcanzada por una enfermedad o por un fallo repentino de su cuerpo.

Creo que nadie de los que vivían alrededor imaginaron que después de haber entregado al mundo su vida, su trabajo y los 4 hijos que engendró y crío, iba a ser una de las tantas personas que diariamente mueren en el Valle Verde, como parte del baño de sangre que nos asola sin que nadie haga nada para impedirlo.

En la sala a las 8:30 de la mañana hay sólo cinco personas conmigo, los familiares deben estar en sus casas agotados y sin fuerzas, lo cual justifica su tardanza en llegar. Dos salas a la derecha está el cadáver de un señor de 40 años, quien también es víctima de la violencia en nuestro país, muerto en la terminal de transporte por una lluvia de balas que lo tenían a él como objetivo principal. Y en la Sala 3 la viuda y dos hijos saliendo de la adolescencia llorando sorprendidos por esa violencia que todos creemos no llegará a tocar la puerta de nuestra morada.

El día anterior en la mañana ella se fue a la Terminal de Transporte a despedir a una hija con la que no se pudo ir por falta de plata. El tercero de sus hijos llegó en su moto a recogerla para llevarla de vuelta a su casa, ya que no quería regresarse en taxi, una señora muy decidida, dura como dirían por acá, que aún no había sido vencida por los años ni por los achaques que ellos traen consigo.

En el mismo sitio unos sicarios, asesinos, bestias de piedra fría, iban cerca de la moto en donde se movilizaba la señora con su hijo, acercándose a su objetivo que estaba más adelante y quien también estaba armado, para convertirlo en uno de los tantos muertos que diariamente se desangran sobre la tierra, manchada con sangre de manera impune desde la llegada de los blancos en barcos desde el este del mundo.

Balas iban y venían, silbando la melodía de la muerte. Los transeúntes, pasajeros, comerciantes y hasta los perros entraron en una carrera loca hacia la desesperación. El caos era ahora rey en medio de los desesperados, y el señor que llevaba a su madre casi de un siglo en la parte trasera de su moto, aceleró para sacar a su progenitora lejos de ese asco de país en el que nos ha tocado vivir.

El acelerador acelerado, el pulso tembloso, las circunstancias con las que no se cuentan, guiaron la moto hacia lo imprevisto, un accidente que partió algunas costillas del motociclista y expusieron el cuerpo de su madre a las llantas de un carro.

Ahora en esta sala está ella, quien no se imaginaría en vida como la iría a abrazar la muerte, de la forma más inesperada; y dos salas a la derecha la otra víctima de los sicarios, quien por mucho que intentara defenderse en medio de la lluvia de balas, al fin cayó ante los profesionales del delito y en el suelo fue “rematado” por si acaso, como dicen los comentarios populares. Ahí en las vitrinas de tánatos están ellos dos expuestos, dos victimas de la violencia en nuestro país.