martes, diciembre 28, 2010

Pronto tendré dos años de tener a Randir, mi fiel corcel metálico 44 692 kilómetros con 10 metros de recorrido, sobre el cual cabalgo generalmente a mi lugar de labores, pocas veces dentro de la ciudad y una acompañante para mis viajes cortos. Los viajes largos en estos dos años los he hecho usando otro sistema de transportes, dos veces a Manizales, una a Medellín y tres veces a Putumayo (Puerto Asís y Mocoa) pasando por Bogotá.

Vivir en ciudades siempre me ha producido sensación de encierro así sea la más pequeña de todas. Pero cuando a diario monto a Randir y me largo de las cajas contendoras de sofocación y reglas sociales, poco a poco voy sintiendo esa libertad que me producen las extensiones verdes y las colinas en el horizonte.

El camino que me lleva hacia el lugar en donde laboro es como una puerta al Reino Peligroso. Cuando cruzo el puente sobre el gran río al salir de la Ciudad, me adentro en una recta de 24 kilómetros que a traviesa caños, potreros y pequeños poblados rurales.

Desde que subo el puente se vislumbra una cadena de cerros grises en el horizonte, a veces claros a veces envueltos por la bruma. Cuando la carretera empieza a subir por ellos, la atmósfera cambia gradualmente hasta que me encuentro inmerso en medio de montañas y bosques, pequeños valles rodeados por colinas y abiertos por potentes arroyos que cuando se enfurecen no hay poder humano que pueda detenerlos.

Los 65 kilómetros de vía que me llevan hasta el lugar en donde me sumerjo en mí otra realidad alterna, culminan en un valle separado del mar por una cadena de cerros de origen volcánico que baja la guardia para darle paso al río Canalete, quien llega alimentado por los numerosos arroyos que nacen de las montañas hasta el mar Caribe.

A este lugar lo he llamado el Valle del Silencio, ausente de grandes máquinas o la ruidosa cotidianidad del hombre consumista y de la basura industrial. Habitado por campesinos que siguen leyendo en los cielos y en el comportamiento de la naturaleza el devenir de sus cultivos.

Habitantes de casas con pisos de tierra que aún siguen cargando el agua en tanques sobre burros de los pozos hasta sus casas. Tierra de pequeñas colinas que el Polvillo tiñe de dorado durante marzo remplazando el rosado que había dejado el roble desde principios de enero.

En estas tierras aún se escucha hablar al viento y la Luna revela y oculta las criaturas que bajo su luz habitan. En sus habitantes todavía vive el hombre mítico que conoce el funcionamiento del planeta por herencia celular y que con plantas y pequeños rituales ancestrales siguen solucionando muchos de sus problemas, viviendo apaciblemente en comunión con su mundo.

Aunque últimamente los he oído decir que como están las cosas no saben que pueda pasar, pero que todo está extraño en la atmósfera y pareciera como si todo se hubiera envejecido y el mundo también se hubiera puesto senil.

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